FUENTE | La Vanguardia Digital
El cambio climático está haciendo emerger empresas y tecnologías cuyo objetivo es la reducción de las emisiones de CO2. ¿Se alcanzarán reducciones significativas sin poner en cuestión la estructura actual del comercio internacional? ¿O habrá que meter mano a temas cruciales desde el punto de vista del medio ambiente, como la renegociación de la deuda externa de los países en desarrollo y buscar nuevos modelos de producción y consumo?
El cambio climático de origen humano ha supuesto una inyección de adrenalina en vena para los fabricantes de estadísticas y vaticinios. Y si en algo hemos demostrado que somos buenos en estas últimas tres décadas es precisamente en la tabulación de cifras y en ordenarlas dándole algún sentido, incluso aunque no lo tengan, en cuyo caso vaticinamos. El aire, pues, además de CO2, se nos ha saturado de números, de "tecnologías verdes" y de pronósticos. Es con lo que vamos a vivir durante muchas décadas.
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Dentro de unos días, más de 130 países tratarán de acordar en Bali (Indonesia) cómo superar el siempre controvertido protocolo de Kioto a partir del 2012 y fijar nuevos topes para reducir las emisiones de CO2 desde esa fecha hasta la próxima meta. En la reunión de Bali también surgirán preguntas complejas insidiosas y muchas de ellas posiblemente sin respuesta clara. El cambio climático es un experimento a laboratorio abierto sin posibilidad de dar marcha atrás. Nunca se había tenido en cuenta la factura medioambiental en el balance entre costo y beneficio. Pero en Bali, los países desarrollados tendrán que defender si pueden fijar las reglas de juego para reverdecer la economía, cuando dos tercios de la Humanidad apenas logra mantenerse en el furgón de cola de la sociedad industrial.
Por si acaso, las bolsas ya están reaccionando favorablemente a la incursión que preparan las empresas TCC (tecnologías de cambio climático). En España, está a punto de cotizar en bolsa Iberdrola Renovables, con una horquilla de valor entre los 22.000 y los 29.000 millones de euros. Tras ella, un grupo de industrias pequeñas agrupadas en Eolia, tecnológicamente potentes pero necesitadas de ganar masa crítica a favor del viento, valga la ironía, de la UE, que se ha fijado como objetivo que en el 2020 el 20% del consumo energético proceda de energías renovables, como la eólica o la solar.
El envite de estas empresas es crucial. El informe 2007 de la Agencia Internacional de la Energía augura que si no hay tecnologías de reemplazo a buen precio (y por ahora no las hay), la demanda de carbón subirá en un 73% en los próximos 25 años. Esto significa que las necesidades energéticas aumentarán en un 50% hasta el 2030 en comparación con el 2005, lo cual implica un aumento del CO2 del 57%, con Estados Unidos, India, Rusia y China como los principales consumidores y, por tanto, emisores.
Por otra parte, los científicos del Panel Internacional del Cambio Climático (IPCC en sus siglas inglesas) enviaron desde Valencia una señal contradictoria: por una parte, aseguraron que ya es tarde para aliviar los peores efectos que se esperan a causa del reforzamiento del efecto invernadero, por la otra, recomendaron actuar de inmediato, como enfatizó Rajendra Pachauri, presidente del IPCC: "lo que hagamos en los próximos dos o tres años determinará nuestro futuro". Aparte de que esto es siempre así (no se conocen años en blanco sin ninguna clase de incidencia sobre el devenir, ni siquiera en la edad media, que ya es decir), tres años recarga la agenda individual, colectiva y global para girar hacia la economía verde de tal manera que el margen de error se acrecienta extraordinariamente. Sobre todo ante los enormes desafíos que se deben negociar. En primer lugar, y sobre todo, el de la deuda externa.
Desde hace años, expertos de bancos y agencias mundiales, regionales y nacionales, además de muchas ONG, han venido recalcando que la deuda externa es un clavo sangrante en el ataúd del medio ambiente. Los países en desarrollo han venido pagando hasta cuatro veces en intereses el valor de los préstamos recibidos. Muchos de ellos ya han pagado la deuda, pero seguirán atados al pago de los intereses durante décadas. Eso sí que es una hipoteca en toda regla y, además, incapacitante.
Los ciudadanos de los países desarrollados apenas son conscientes de cuanto dependen ellos mismos de la renegociación de la deuda externa de los países en desarrollo.
Hasta que esta realidad se convierta en un debate público en busca de soluciones, previsiblemente aumentará la presión para que haya un compromiso personal en la reducción de las emisiones que contribuyen al cambio climático. Según una estimación de la revista británica New Scientist, si un individuo del mundo opulento araña CO2 de todo lo que le rodea (nevera, lavadora, coche, transporte rodado y aéreo, alimentos, consumo suntuario, etcétera) al final, sin tomar en cuenta el costo económico que estos cambios pueden suponer para sectores industriales actualmente muy poderosos, cada ciudadano occidental podría reducir sus emisiones de CO2 de las ocho toneladas anuales que carga sobre sus espaldas a dos toneladas.
Puede ser una reducción significativa, siempre que a este individuo le acompañen, por los menos, otros cien millones cada año empeñados en rebajar sus emisiones de esta manera. Pero entonces alcanza toda su importancia qué va a suceder en China, India, Brasil, Argentina y el resto de países que vienen detrás, como Tailandia, Indonesia, Vietnam, Sudáfrica y el resto de África y de Latinoamérica.
Quizá por esto, el clásico paradigma de las tres opciones comienza a experimentar un agudo proceso de hibridación. La primera opción consiste en dejar las cosas como están y confiar en que las solucione el mercado (business as usual). La segunda, en tratar de paliar los peores efectos del cambio climático mediante un arsenal de tecnologías que hasta ahora apenas han despegado -algunas probadas, otras no, en ambos casos los precios aún están por descubrir-. Por último, la tercera opción propone la discusión global sobre un cambio de modelo de producción y de consumo energético que afectaría a la estructura del comercio internacional, al papel que juega la deuda en el deterioro creciente del medio ambiente y plantearía quién, cómo y cuándo contrae su nivel actual de consumo y hasta dónde llegan los países emergentes. Esa es una discusión que, por ahora, discurre todavía por las catacumbas, es decir, Internet. Mientras tanto, ya comenzamos a caminar por las dos primeras opciones: más y mejor tecnología para seguir haciendo lo que hemos venido haciendo hasta ahora. Tanto el IPCC, como la ONU, como los gobiernos, como los ciudadanos, sabemos que no es suficiente. Pero, mientras tanto, calmará la inquietud y pondrá linimento en muchas conciencias. Hasta que haya que pasar al plan C.
Autor: Luis A. Fernández Hermana
martes, 27 de noviembre de 2007
El negocio del cambio climático
Etiquetas: Clima
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